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© Hannamari Rinne

Para Todas y Todos

Danos hoy nuestro pan de cada día

¡Qué tremenda diferencia puede producir un pequeño pronombre! “Danos hoy nuestro pan de cada día.” Esta petición no dice “Dame hoy mi pan de cada día.” No se trata de la oración de una sola persona, sino que es la oración de un grupo. Quienquiera que haga esta petición está hablando por toda una comunidad. Cuando utiliza estas palabras en oración —individualmente o públicamente en grupo— ¿a quién ve ahí con usted, alrededor de su mesa? ¿A quién escucha decir esas palabras con usted?

El escenario del sermón del monte

En el Evangelio según Mateo, el padrenuestro es parte integral del “sermón del monte” (Mt 5.1-7.27). Estos tres capítulos de Mateo son un monólogo pronunciado por Jesús sin interrupción. El autor del Evangelio introduce este “sermón” con un breve resumen que describe a Jesús recorriendo “toda Galilea” (4.23). Jesús está en un largo viaje realizando un ministerio holístico: enseñando, proclamando y “sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo”; un ministerio diaconal, si se quiere. En este momento inicial del Evangelio, la fama de Jesús ya se ha extendido “por toda Siria.” Jesús ya ha atraído a muchas y muchos seguidores de toda la región, incluyendo el área que está al este del Jordán y la Decápolis (4.25, las “diez ciudades”). Toda esa región estaba habitada fundamentalmente por gentiles.

Sin embargo, el “sermón” en sí mismo no estaba dirigido en forma directa a toda aquella multitud que lo seguía. En realidad, Jesús se había alejado de la multitud para subir “al monte” (5.1), a donde lo siguieron los discípulos. Por lo que, en este momento de la historia, la multitud se desdibuja un poco en la distancia, aunque no desaparece. Al final del discurso ininterrumpido de Jesús (7.28), Mateo afirma expresamente que la multitud aún está allí. Nos imaginamos que esas personas estuvieron allí de pie durante todo el discurso, ansiosas por captar lo que Jesús estaba diciendo.

Esto significa que el sermón del monte en el Evangelio de Mateo tiene dos públicos. Están los discípulos que lo escuchan directamente y también hay una gran multitud de personas que permanecen detrás y que ahora proporcionan el contexto en el cual Jesús “les enseñaba” (5.2).

Sin duda, este escenario es significativo para la comprensión del sermón del monte según Mateo. El padrenuestro tiene en cuenta un público que es mucho mayor que un puñado de discípulos. Al menos una parte de ese público —los/as del otro lado del Jordán— eran indudablemente gentiles. A todos/as ellos/as se les permite “oír” lo que dice Jesús. La oración que Jesús enseñó a sus discípulos también es para ellos/as. Ellos/as también ansían la buena nueva oculta en esas palabras.

La enseñanza y la alimentación

En todo el Evangelio según Mateo, “la multitud” nunca está lejos y Jesús hace mucho más que simplemente tolerar su presencia. Está personalmente preocupado por su bienestar. No sólo enseña a esa gente sino que también les da alimentos.

El Evangelio según Mateo presenta dos historias sobre los alimentos, una tras otra (Mt 14.13-21; 15.32-39). Esa “dualidad” de incidentes —tanto aquí como en otras partes de este Evangelio— sirve evidentemente para enfatizar la importancia de lo que se está narrando. En ambas historias, los discípulos están molestos por la presencia de tantas personas hambrientas. “Despide a la multitud” (Mt 14.15), le dicen a Jesús en la primera historia. “No quiero despedirlos en ayunas” (Mt 15.32), dice Jesús en la segunda historia. En ambos relatos (14.16; 15.32-33), Jesús sugiere a los discípulos que respondan ellos de forma tangible al hambre evidente que les rodea.

La cuestión parece suficientemente clara: Jesús “escucha” la oración silenciosa de quienes tienen hambre y espera que sus discípulos hagan algo más que “remitirle” el caso a él. Abogar por quienes sufren privaciones va más allá de “reenviar” su petición a alguien que está por encima de nosotras o nosotros. La oración (al igual que la defensa de causas) es arriesgada; compromete a quien ora a pasar a la acción correspondiente.

En ambos casos, los discípulos señalan la insuficiencia de sus propios recursos (14.17; 15.33) y están haciendo lo correcto. Sus medios son realmente insuficientes para satisfacer el hambre de tantas personas. Pero en ambas historias, lo importante es que en las manos de Jesús sus escasos recursos son suficientes para ayudar a satisfacer las necesidades de la multitud presente. Por lo que los discípulos se convierten en los distribuidores (¿deberíamos decir “ministros diaconales”?) de las bendiciones de Dios. ¡El resultado fue que no se permitió que nadie muriera de hambre! Todas y todos tuvieron lo suficiente para comer, de modo que nadie se desmayó en el camino (15.32). Ni siquiera quienes están al margen de aquella comunidad —las mujeres y los niños— fueron olvidados. El círculo de quienes pedimos a Dios el alimento creció mucho más allá del pequeño grupo de discípulos a quien Jesús enseñó a orar por su pan de cada día.

¿Un grupo aún más inclusivo?

El círculo se amplía todavía más. Esta oración no sólo toma en consideración las necesidades de los discípulos y de sus acompañantes más inmediatos. Se extiende a un grupo más grande aún, como se hace evidente en el Evangelio de Mateo cuando culmina con el mandamiento del Dios resucitado (Mt 28.19-20; véase Jn 20.21) de ir al mundo a practicar el ministerio holístico de la predicación y el cuidado pastoral. De modo que cuando llegamos al final del Evangelio de Mateo, se ofrece el padrenuestro a todas las personas en todo el mundo. Para ellas, este será un medio de expresión de sus necesidades, así como un recordatorio de que debemos dar las gracias por el constante cuidado de Dios.

En el momento en que Mateo escribió estas palabras, Pablo ya había empezado a ver un panorama aún mayor. Insistía en que no sólo los seres humanos sino todas las criaturas emiten sonidos inarticulados mientras esperan con ansiedad e impaciencia la redención de la raza humana (Ro 8.22). De este modo, según Pablo, toda la creación —humana y animal (¿incluyendo la vegetal?)— “habla” el mismo idioma sin palabras del hambre. Pablo está convencido de que el Espíritu comprende ese lenguaje e intercede por todas y todos nosotros “con gemidos indecibles” (Ro 8.26). Ya en el Antiguo Testamento se expresan convicciones similares cuando el Salmo describe que “todo ser viviente” ve satisfechas sus necesidades de la mano misericordiosa de Dios (Sal 145.16).

¿No se desprende de aquí, entonces, que de acuerdo con estos testimonios bíblicos toda la creación puede reclamar el alimento como un derecho que le ha sido otorgado por Dios? La oración verbal no es una condición para que recibamos aquello por lo que rogamos. Más bien, la oración recuerda a quienes oran que deben gratitud a Dios por lo que da incluso sin orar, como nos recuerda Lutero de forma tan vívida en su explicación acerca de la cuarta petición. Esta gratitud por los preciados dones de Dios se expresará, por supuesto, compartiendo esos dones de forma generosa con otras personas —al menos, es lo que se esperaría. Pero no es necesariamente lo que ocurre en la realidad. Jesús contó una historia que trata la perenne tensión existente entre quienes viven en medio del lujo y quienes no pueden satisfacer sus necesidades básicas.

El hombre rico y Lázaro (Lucas 16.19-31)

Esta conocida parábola de Jesús explora la relación entre una persona “rica” (16.19) y otra “pobre”(16.20). Se hace un contraste punto por punto entre los dos en un drama cuidadosamente orquestado. La caracterización de los dos personajes principales de la parábola sigue el patrón tradicional de la hipérbole (historia exagerada): una persona es excesivamente rica mientras que la otra está en una situación desesperada.

El primero no tiene nombre. Se hace referencia a él con el adjetivo “rico.” La historia lo identifica por su ropa, su casa y su estilo de vida. En la sociedad mediterránea de aquel entonces, el “lino fino” era un famoso producto importado de Egipto y el traje “de púrpura” identificaba al que lo usaba como miembro de la élite (véase Mc 15.17). La ropa confeccionada con estos tejidos distinguía al que la llevaba como alguien de una riqueza espectacular, una persona prominente (p. ej., Ap 18.12). La entrada a la mansión del rico (Lc 16.20) no es una puerta cualquiera (thyra) sino un pylon, una verja grande comúnmente asociada a templos y palacios, como las doce puertas del Jerusalén celestial (Ap 21). La persona que posee todas estas cosas es obviamente adinerada. Él se da un “festín” (la palabra griega sugiere comer y beber de manera exuberante en los banquetes) y no lo hace con motivo de una celebración ocasional sino cada día y “con esplendidez” (Lc 16.19).

La otra persona de la parábola, el pobre, no tiene posesiones materiales. Pero tiene nombre. Lázaro es la forma griega de Eliezer, nombre propio hebreo que puede traducirse como “Dios (es mi) auxilio.” A diferencia del rico, Lázaro no puede valerse por sí mismo y en esta historia ni siquiera dice una sola palabra. Más aún, todos los verbos (griegos) referidos a él están en voz pasiva. Lázaro solía yacer (16.20) a la “puerta” del hombre rico y estaba lleno de llagas abiertas. Estaba deseando saciarse de las migajas que caían de la mesa del banquete del “rico.” Por si fuera poco, los siempre presentes perros callejeros sin dueño solían lamerle las llagas, agravando sin duda aún más sus molestias.

Hasta este momento, la historia ha puesto a una persona excesivamente rica al lado de una desesperadamente pobre. Una lo tiene todo, la otra no. Una disfruta el lujo, la otra está desposeída. Una vive en una mansión magnífica y la otra languidece en la calle. Una festeja de manera espléndida y la otra tiene tanta hambre que estaría feliz con que le dejaran consumir algo de las sobras que otros/as arrojan descuidadamente a los perros por debajo de la mesa. Una usa ropa cara mientras que la otra está cubierta de llagas. Ambas personas viven en mundos diferentes a pesar de ser vecinas de una misma comunidad.

Pasado algún tiempo, Lázaro y el “hombre rico” murieron. Pero la historia no termina ahí; se desarrolla de manera predecible. A partir de este momento, en esta historia Jesús utilizó imágenes que el pueblo judío reconocía fácilmente como una forma de expresar la convicción de que entre la muerte y el juicio final las personas experimentan lo contrario de lo que han estado acostumbradas. Lázaro, que había estado tirado en las calles, ahora es consolado en el seno de Abraham, mientras que el hombre rico, que solía hacer celebraciones en su mansión palaciega, ahora está “en tormentos” (16.23) en un lejano y abrasador lugar. Parece como si todo se hubiera dado vuelta. El “rico,” que estaba acostumbrado a disfrutar de comidas suntuosas, ahora anhela una gota de agua; mientras que Lázaro, que en otro tiempo habría agradecido unas simples migajas, ahora comparte el banquete con Abraham y Sara. Lázaro, que había sido sistemáticamente ignorado por el rico, ahora recibe un tratamiento preferencial y el hombre que lo ignoraba de forma regular ahora desea que alguien —cualquiera— tal vez Lázaro (?) venga en su ayuda. Hasta el final de la historia, el “rico” permanece anónimo, un “don nadie.” Él mismo sabe que ya no puede recibir ayuda alguna. Pero tiene cinco hermanos que podrían cambiar sus costumbres si alguien les advierte lo que les espera. ¿Pero acaso no lo saben ya?

Esta historia es verdaderamente aleccionadora, aunque no se regodea en el castigo. En este momento de la parábola, el desdichado hombre en el Hades (16.23) se dirige repetidas veces a Abraham como “(mi) padre” (16.24, 27, 30). Sorprendentemente, Abraham a su vez lo reconoce como uno de sus hijos y se dirige a él con un término cariñoso, una palabra que transmite el calor de las relaciones filiales dentro de un contexto familiar: “(mi querido) hijo” (teknon, 16.25). La conversación de Abraham con el hombre en tormentos parece reflejar una buena dosis de empatía con el “rico.” Los padres y madres amorosos saben lo que es preocuparse por una hija o hijo consternado que está intentando desesperadamente aceptar las inevitables consecuencias de un estilo de vida autodestructivo.

Desde el punto de vista práctico, la parábola como tal termina en 16.26 con la cruda realidad de que ahora la brecha es insalvable y no hay posibilidad de volver atrás para tratar de deshacer los errores del pasado. Los restantes cinco versículos de la historia sólo sirven para expresar el mensaje de una manera rotunda. Abraham confronta a quien lee con una reflexión aleccionadora: ni siquiera el milagro más espectacular podría ser más convincente de lo que ya son Moisés y los profetas (16.31).

Y la historia termina con una nota trágica —con un gemido, por así decirlo.

El lector o lectora ahora tiene que enfrentar una realidad perturbadora: aunque estas dos personas ocupan posiciones muy diferentes en la escala social, ambas pertenecen a una misma comunidad de fe. El “rico” está claramente identificado como “hijo de Abraham” y el nombre del pobre indica que también él pertenece a la comunidad que reconoce que toda ayuda proviene de Dios. Ambos pertenecen a una comunidad de fe en la que cada aspecto de la vida está relacionado con oraciones de acción de gracias, de lamento y de alabanza. La confesión de su total dependencia de la gracia de Dios es básica para esa comunidad.

Y esto nos conduce al aspecto central: la comunidad que apela a Dios para su sustento diario está formada por todo tipo de personas, incluyendo aquellas que tienen más de lo necesario para comer —y para derrochar— y aquellas que, a falta del alimento más elemental, apenas si pueden sobrevivir. ¿Cómo es posible que esta discrepancia no sólo exista sino que se agrave con el paso del tiempo?

Una conclusión perturbadora

La historia se hace aún más aleccionadora cuando consideramos que la figura principal, el “rico,” no es descrito como una mala persona. Nada se dice sobre él que nos lleve a la conclusión de que es peor que cualquier persona respetable de la comunidad. No es particularmente avaro ni abusivo. Parece tener muchas amistades y muy pocos enemigos, si es que los tiene. Él pudiera ser incluso la persona que financió la construcción de la sinagoga local. Pudiera ser un miembro destacado del gobierno local, o una persona corriente que se preocupa de sus propios asuntos y administra las finanzas familiares de forma responsable a fin de asegurar el bienestar de sus parientes más cercanos. Pudiera ser que tan sólo deseara garantizar tener suficientes recursos a su disposición después del retiro para mantener el estándar de vida al que se había acostumbrado. En otras palabras, el “hombre rico” puede no ser diferente de ti o de mí.

La historia es tan cercana que resulta incómoda. Nos muestra el mundo tal y como es. Hay suficiente riqueza en el mundo para que las y los privilegiados vivan en el lujo mientras que quienes pasan hambre continúan siendo ignorados. No serviría de nada que culpáramos de todo esto a “esos otros u otras” a quienes llamamos “tacaños.” El problema no se circunscribe a malas personas específicamente; está enraizado en el sistema socioeconómico del que formamos parte. Ese sistema victimiza a algunas personas (como Lázaro) y privilegia a otras (como el “rico”). Y la gente permite que siga siendo así, sin discusión alguna.

La historia confronta al lector o lectora con una situación intolerable: se deja morir de hambre a la persona enferma y discapacitada física, Lázaro, sin que nadie —ni siquiera él mismo— proteste por ello. Se permite que el “otro” se beneficie del mismo sistema que margina a Lázaro, y nadie se queja. ¿No existe nadie que abogue por quienes son débiles y apele a quienes tienen la fuerza para que tomen medidas responsables que remedien la situación?

La brecha entre ricos y pobres es insalvable —o está muy cerca de llegar a serlo. Personas perfectamente “buenas” con perfectamente buenas intenciones y buena voluntad pueden ser la causa del hambre de millones de pobres. Este puede ser el espantoso resultado de no prestar atención a ese pequeño pronombre de la petición: “Danos hoy nuestro pan de cada día.”

Una promesa

La historia no tiene por qué terminar así. En la comunidad que busca en Dios su sostén diario, tanto quien no tiene nombre como quien no tiene voz pueden encontrarlos. Hay suficiente para todas y todos los hambrientos.

De la región asiática: Preguntas para reflexionar

La oración es arriesgada; compromete a quien ora a pasar a la acción correspondiente.

¿Qué significa esto para Ud. en términos concretos cuando ora “Danos hoy nuestro pan de cada día”?

Los problemas del hambre en el mundo son tan abrumadores que nos sentimos la tentación de pensar como los discípulos: “despídelos” (ojos que no ven, corazón que no siente), o como el hombre rico: “envía a Lázaro de entre los muertos a alertar a mis hermanos” (“Dios, tú arreglas las cosas de forma milagrosa”).

¿Cómo convive con el conocimiento de que hay millones de personas que mueren de hambre?

¿Cómo concilia esto con el concepto bíblico de que Dios provee suficiente comida para todas y todos?

El problema de “quienes tienen” y “quienes no tienen” está “enraizado en el sistema socioeconómico del que formamos parte”.

¿Acaso el mundo ha conocido algún sistema que no victimice a unos/as y privilegie a otros/as?

¿Es posible que los seres humanos ideen tal sistema? ¿Cómo sería?

¿Cómo puede usted incidir en su contexto de manera efectiva?

La conclusión de la historia del hombre rico y Lázaro sugiere que lo que más necesitamos es a “Moisés y los profetas,” esto es, las Escrituras. Amós, el gran defensor de la justicia social, profetiza “no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová” (Am 8.11).

¿Existe el riesgo de que algunos/as cristianos/as se preocupan tanto por el problema del hambre en el mundo que pasen por alto la importancia de alimentarse del “pan de vida”?

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